La muerte de un perro
Hace tiempo, conversando con una pareja, me comentaban, excursus, que habían perdido a la mascota de la familia, recientemente, con quien su hijo menor, de seis años, había desarrollado un profundo vínculo.
Pese a que no formaba parte de la terapia como pareja, quise escuchar aquello.
Me comentaron que la mascota (un perro, en este caso) había estado presente durante el nacimiento del infante, y se había convertido en algo similar a un guardián: dormía cerca de la cuna, ladraba si lo escuchaba llorar y acudía cada vez que el niño emitía algún tipo de ruido. A medida que el niño fue creciendo, el perro soportó todos los juegos, y pasó de ser su guardián a ser su ‘nodriza’.
Los padres deben estar preparados para hablar con el niñoEn el sexto año del niño, el perro comenzó a experimentar problemas auditivos y de sensibilidad. En este caso, me comentaban, la muerte se había dado en escasas semanas.
Cuando sucedió, el niño no se encontraba presente, y la excusa que los padres le dieron más tarde fue que el perro pasaría una larga temporada con los abuelos, en el campo, para proporcionarles compañía y para respirar ‘aire fresco’.
Después de una larga conversación donde comparé los sentimientos que podría desarrollar el niño, les hice entender mi premisa:
La muerte de un amigo siempre es complicada, siempre es difícil y siempre deja huella. Es un hecho inevitable que, ante la pérdida de un compañero, lloremos y lloremos como si el mundo se viniera abajo. Para muchos, el vínculo que une a dos criaturas supone uno de los pilares sobre los que cimentar los días.
Los niños no son diferentes en este sentido y, si han desarrollado sentimientos por un amigo (independientemente de si es un animal u otra persona), llevará tiempo que superen dicha pérdida. En muchos casos, nunca la superarán del todo.
Pero no hay motivos para ocultarle la marcha de este compañero. Es inevitable ocultarle algo así eternamente y, si no se es sincero con él, dirigirá su frustración contra los progenitores, contra otros amigos, etc. Como a todos, lo que más puede sentir un niño, además de no poder volver a disfrutar de su presencia, es el hecho de no haberse podido despedir de su amigo.
Sabemos que sufrirá, que lo pasará mal, y que tal vez necesite ayuda terapéutica para poder continuar con su vida de infante con normalidad, y para que dicho suceso no deje secuelas traumáticas que marquen su desarrollo. Pero sorprendería saber la fortaleza real que tienen los más pequeños de la familia, muchas veces más resistente que la de los padres.
Hay que romper una lanza a favor del niño, y darle la oportunidad de aprender y aceptar uno de los acontecimientos que más le marcarán por el resto de su vida. Como padres, seríamos egoístas si no le permitiéramos decir ‘adiós’.
Mientras él se despide, nosotros seguiremos sujetando fuerte su mano. Y, con el tiempo, lo agradecerá.
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