El cerebro del niño: los enfados
Una noche el hijo de Tina, de siete años, se presentó en el salón poco después de irse a la cama diciendo que no podía dormir. Claramente alterado, explicó: «¡Estoy enfadado porque nunca me dejas una nota por la noche!». Sorprendida de un estallido tan inusual, Tina contestó: «No sabía que querías que te la dejara». En respuesta, el niño soltó toda una andanada de quejas: «¡Nunca me haces cosas bonitas, y estoy enfadado porque todavía faltan diez meses para mi cumpleaños, y no aguanto los deberes!».
¿Lógico? No. ¿Te suena de algo? Seguramente sí. Todos los padres experimentan momentos en que sus hijos dicen cosas y se quejan en apariencia sin motivo alguno. Un tropiezo así puede ser frustrante, sobre todo cuando creemos que nuestro hijo tiene ya edad suficiente para comportarse de una manera racional y mantener una conversación lógica. Pero, de pronto, se altera por algo absurdo, y parece que por mucho que intentemos hacerlo entrar en razón, no hay nada que hacer.
Creemos que nuestro hijo tiene edad suficiente para comportarse de manera racional
Basándonos en nuestros conocimientos sobre los dos lados del cerebro, sabemos que el hijo de Tina experimentaba grandes oleadas de emociones del cerebro derecho sin el equilibrio lógico proporcionado por el cerebro izquierdo. En un momento así, una de las respuestas menos eficaces que podía dar Tina era ponerse directamente a la defensiva («¡Claro que te hago cosas bonitas!») o discutir con su hijo para enseñarle su lógica defectuosa («No puedo hacer nada para que tu cumpleaños sea antes. En cuanto a los deberes, eso simplemente es algo que debes hacer»).
Esta clase de respuesta lógica, del cerebro izquierdo, chocaría con la pared poco receptiva del cerebro derecho y crearía un abismo entre los dos. Al fin y al cabo, el cerebro izquierdo lógico del niño estaba en ese momento totalmente inactivo. Por consiguiente, si Tina hubiese respondido con el izquierdo, su hijo habría sentido que ella no lo entendía o que no le importaba lo que sentía. Se hallaba inmerso en un aluvión emocional, no racional, del cerebro derecho, y una respuesta del cerebro izquierdo habría tenido todas las de perder.
Aunque habría sido casi automático (y muy tentador) preguntarle «Pero ¿de qué estás hablando?» u ordenarle que volviera a la cama de inmediato, Tina se contuvo. En lugar de eso, empleó la técnica de conectar y redirigir. Lo estrechó, le frotó la espalda y, con tono maternal, dijo: «A veces las cosas se ponen difíciles, ¿verdad que sí? Yo nunca te olvidaría. Siempre te tengo presente, y quiero que sepas en todo momento lo especial que eres para mí». Lo abrazó mientras él le explicaba que a veces sentía que ella le hacía más caso a su hermano menor que a él, y que los deberes le ocupaban demasiado tiempo. Tina advirtió que su hijo se relajaba y ablandaba a medida que hablaba. Sentía que lo escuchaban y se preocupaban por él. A continuación, Tina abordó brevemente los temas concretos que él había mencionado, ya que ahora estaba más receptivo para intentar solucionar los problemas y planificar, y acordaron seguir hablando por la mañana.
Tina respondió mostrando preocupación y afecto maternal
En momentos así, los padres se preguntan si su hijo realmente está necesitado o sólo intenta eludir irse a la cama. Una educación inspirada en el cerebro pleno no conlleva dejarse manipular ni tiene por qué reforzar la mala conducta.
Al contrario, si entendemos cómo funciona el cerebro de nuestros hijos, podemos conseguir su cooperación mucho antes y a menudo con menos dramatismo. En este caso, al entender Tina lo que sucedía en el cerebro de su hijo, se dio cuenta de que la respuesta más eficaz era conectar con su cerebro derecho. Lo escuchó y consoló, usando su propio cerebro derecho, y en menos de cinco minutos él ya había vuelto a la cama. Si, por el contrario, ella se hubiese puesto dura y le hubiese reñido por levantarse de la cama, empleando la lógica del cerebro izquierdo y la letra de la ley, los dos se habrían alterado cada vez más, y el niño habría necesitado mucho más de cinco minutos para calmarse y dormirse.
Via | El cerebro del niño, de Daniel J. Siegel y Tina Payne Bryson
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